Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

viernes, 19 de abril de 2013

PARA COMPARTIR: MARÍA CRISTINA RAMOS (Mendoza, 1952)


A LA SOMBRA DE LOS PARAÍSOS


En el bosque lluvioso, donde los caracoles andan en caravana y las enredaderas tejen escaleras entre los árboles, viven los sapos dorados. Deambulan en el follaje y saltan entre las hojas en las pocas pausas que deja la lluvia.
Porque allí la lluvia es una dama transparente que vuela sobre las ramas altas para después tocar cada tronco, cada hoja, y cada caracol con sus túnicas de agua de nube. Hasta que se ovilla y se duerme en los brazos del árbol más alto.
Una tarde, mientras la lluvia dormía, una madre sapa depositó a su hijo recién nacido en la cuna de agua de una hoja de dromelia. Era un renacuajo inquieto que chapoteaba con impaciencia de sapo pequeño y, a veces, con mansedumbre de pez. Le gustaba asomarse y saludar a las hormigas labradoras que habían hecho un camino que cruzaba cerca de allí.
— ¡Eh, hormigas! ¿Adónde van con esas sombrillas verdes?
Entre todas había una a la que el renacuajo miraba especialmente.
— ¡Ayayay! ¿Por qué la reina del bosque no me viene a visitar? ¿No me regalaría una sonrisa para usarla de salvavidas? —Y ella entonces empezaba a sonreír desde lejos y seguía sonriendo aún cuando entraba con su carga en la sombra azul de los paraísos. Pero las hormigas no pueden desviarse de la ruta marcada porque pierden el rumbo y no vuelven a encontrar la puerta del hormiguero.
La hormiga esperaba pasar cerca de él para mirarlo y alegrarse. Por eso a veces su marcha perdía velocidad, había tropiezos y pasos en falso, hasta que los gritos de las hormigas mayores quebraban el encanto y las obreras retomaban su ritmo.
— ¡Renacuajo de mala clase! —decía la hormiga Justina—. ¡Atreverse a hablar con una hormiga labradora!
—Es que se han olvidado las buenas costumbres —afirmaba otra —. Tampoco es de buena hormiga mirar hacia otra parte que no sea abajo y adelante. —Y continuaba murmurando con su voz cortante. Ella las dejaba hablar y seguía moviéndose en el aire de su propia alegría.
Antes de salir, recogía una gota de rocío y se miraba en su reflejo limpio. Necesitaba borrar de su cara la sombra nocturna de la cueva, y encontrarse con ella misma, para ir después a trabajar.
Una mañana enroscó en una de sus antenas una flor blanca de las que sólo florecen en noches de luna llena. Después fue a ocupar su puesto en la primera expedición del día. Pero ese día y los siguientes, las hormigas tomaron una ruta distinta. Ella cada día cortaba otra pequeña flor para su pelo.
—Voy a llamarte Flor —le dijo el viento, que soplaba sobre la caravana. Ella se escondió tras los pétalos y se fue con una sonrisa de hormiga nueva.
Al cuarto día cortó una flor del aire y tomó su puesto de trabajo. La ruta marcada por las exploradoras pasaba sobre las raíces de las acacias, subía por el tronco caído junto a las dromelias, y llegaba hasta los retamales, que por ese entonces abundaban en hojas tiernas. El camino de regreso era casi el mismo, pero antes de llegar al hormiguero atravesaba un túnel que el agua había trazado bajo el ramaje violento de los aromos silvestres.
Flor se esforzó para que su cuerpo le obedeciera y avanzó con el paso perturbado por la cercanía del renacuajo. Se asomó hacia su casa de agua pero la vio inmóvil, vacía. Nadie para alborotar y para saludarla como antes. Sólo una mancha indiferente de agua.
Sus patitas se quedaron quietas; las antenas, tristes. Su cuerpo, casi una nada que bien podría arrastrar el viento. Se miró hacia adentro y vio, donde las hormigas albergan la chispa de su corazón, un paisaje de flores inmóviles, detenidas en el sueño de antes de nacer.
Pero desde la pena miró hacia arriba y encontró el bosque, ese fuego verde latiendo en cada pedazo del aire. Sintió el crac de la corteza de los tamarindos, el crujido de las semillas en las ramas más altas, el traqueteo de la fila de hormigas, la gallardía de las mayores, llevando contra el viento su carga gigantesca. Vivió con cada pedazo de su cuerpo la belleza de su cielo verde y la música que en él tejían los ruiseñores. Entonces alzó su cabecita y corrió hasta alcanzar su lugar. La hormiga Justina la juzgó de reojo, como siempre, sin entender.
Al renacuajo le había sucedido lo que les sucede a todos los renacuajos a cierta edad: se había convertido en sapo. Tuvo entonces que dejar la protección de su casa de agua y bajar a vivir sobre la tierra.
No era fácil de pronto acostumbrarse a un cuerpo transformado, entenderse con el largo de las propias patas, aprender a saltar. Le costaba encontrar un lugar donde sentirse del todo bien. En ratos de sosiego, el recuerdo del agua lo envolvía en un sopor de nostalgia. Deambuló temeroso y solo; solo y tristón. Le llevó tiempo amigarse con su nuevo cuerpo, pero un día se descubrió cantando. Un canto que fue perdiendo aspereza hasta ser una melodía entrecortada que buscaba su propio eco entre las raíces que sostenían la tierra. Y otro día sintió crecer en su pecho el coraje necesario para aventurarse un poco más allá.
Sin embargo, en las lagunas de sus sueños siempre había una orilla brillante por donde pasaba la hormiga, con sus tranquitos incansables.
Ella mientras tanto escribía mensajes que entregaba a quienes podían encontrarlo: una mariposa nocturna que buscaba la fuente de los colores, un escarabajo arlequín que quería descubrir el instante en que florecen los helechos. Un mosquito cartero, de los que llevan sobre su lomo las cartas del bosque.
Y aunque las señas dadas por Flor para encontrar a su amigo respondían al renacuajo que ya no era, el mosquito cartero lo reconoció. Él y no otro podía ser el sapo que pasaba todo el día sin dormir mirando una a una las hormigas que cruzaban por puentes increíbles. Puentes que daban vértigo, siempre más altos que los entrepisos de hojas en los que el sapo esperaba.
El mensaje llegó en una flor azul. Entonces fue más fácil. Sólo buscar la sombra de los paraísos y esperar. Esperar que la luna llena se desarmara en ese cielo de flores azules, y divisar otra vez su figura bajando del árbol más alto y acercándose, con una flor sobre la frente.
Como en todos los encuentros, hubo un instante en el que el aire del mundo se detuvo y un después en el que estaban, muy juntos, entendiendo lo que se decían y lo que no se decían. La hormiga descubriendo con asombro el cuerpo dorado del sapo. El sapo abarcando con su mirada las historias de viajes y cosechas que le contaba la hormiga.
La ausencia de Flor corrió escandalosamente por la colonia de hormigas. Algunas hablaron por curiosidad, otras por necesidad, muchas por envidia. Pero la hormiga Justina sintió que había perdido algo importante. Se había acostumbrado a ese resplandor que latía tan cerca de ella. De todos modos, comentó el suceso con enojo, para no perder la costumbre, ni su fama de hormiga veterana.
Cuando los hombres de ciencia llegaron al bosque lluvioso, decidieron estudiar, entre otras cosas curiosas, la relación entre un sapo dorado y una hormiga labradora. Los fotografiaron y escribieron largamente acerca de los posibles intercambios entre dos especies tan diferentes.
Pero ninguno de los hombres de ciencia había sido renacuajo para saber qué puede realmente suceder entre un sapo y una hormiga. Ninguno de esos hombres se acercó a la verdad, porque el amor suele, por fortuna, estar ausente de esos libros en los que todo tiene explicación.

De “Cuentos de la buena suerte”

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