Un destello en la penumbra
¡Uf! Me la paso leyendo historias de miedo que te ponen los pelos de punta. Antes ni las entendía porque vienen con palabras más raras... ¡Uf! Para decir "casa", nunca dicen "casa"... dicen "lúgubre mansión". Para decir "una viejita", dicen "una anciana decrépita". Para decir "lombriz", dicen "gusano viscoso ". Todo así. Hay rostros que se transfiguran, hay manos esqueléticas, uñas curvas y por todos lados aparecen luces fantasmales, cuchillos que destellan y siluetas siniestras que se deslizan.
¡Yo qué sé! De tanto leer historias de miedo, al final me fui poniendo práctica con las palabras y justo a mí me tiene que pasar lo de la tía.
Es una tía de mi mamá que se vino a mi casa porque andaba un poco enferma. Yo ni la conocía, pero le tuve que dar el beso y ¡ffffs! la cara era huesuda. Para colmo habla poco y tiene uno ojos ¡de verdes! Como eléctricos.
Yo la empecé a vigilar.
Vi que a la noche sacaba un frasco y se tomaba 30 gotas después de comer. Desconfié más.
A la mañana se levantaba amarilla y descompuesta y no se entendía por qué, con lo poco que comía.
Había que tratarla como si se fuera a romper. Se reía para un costado, justo del lado donde tenía el diente negro.
Aplastaba el zapallo hervido, le daba algún mordisco al pollo, apenas probaba la compota.
—¡Ay, ese hígado! —decía mi mamá y la tía arqueaba las cejas, estudiándonos con sus ojos eléctricos. Después se iba a su cuarto sin mirar para atrás.
—¡No tomó las gotas! —decía yo, pero ella no se daba vuelta.
—Cada vez más sorda, pobre... —decía mi mamá—. Lleváselas al dormitorio.
¿Yo? Ni loca entraba ahí. La alcanzaba en el pasillo.
—¡Ah!..mis gotitas —decía ella y el rostro se le transfiguraba. Era una mueca horrenda que me hacía transpirar. El diente negro me daba espanto.
Y no me podía dormir.
Una noche oí deslizarse pasos hacia la cocina. Eran sus pasos, inconfundibles. Un ruido apagado de puerta que se abre. Pero ¿cuál?... Distinguí una claridad tenue. Me senté en la cama. ¿De dónde venía esa luz? Oí el roce de un cajón al abrirse. Otros ruidos que no reconocía. Yo apretaba la sábana con las manos frías. Después, los pasos que volvieron. Y silencio.
A la mañana siguiente, la tía más descompuesta, más pálida, más amarilla.
—¡Si no come nada! —decía mi mamá.
—¡Ajá! —decía mi papá.
—¡Ajmm! —decía el doctor.
La tía cenaba un caldito, tomaba las gotas y vuelta a la cama. Cada vez más flaca. La cara hundida. Las ojeras.
Nos íbamos a acostar y, al rato, las pisadas, la luz, los ruidos, el silencio.
Durante varias noches pasó lo mismo y, a la mañana, la tía más enferma.
Tuve que juntar mucho coraje para espiar, pero lo hice. Sí que lo hice. Esperé a oírla deslizarse por el pasillo de la lúgubre mansión y me levanté.
Me temblaban las rodillas.
Sus pasos llegaron a la cocina. Yo me pegué a la puerta entreabierta y vi cómo su mano de espectro abrió la heladera. El sitio se iluminó apenas. Claridad fantasmal. Vi los respaldos de las sillas, la panera sobre la mesa y la silueta de la anciana decrépita que sacó de la heladera un envoltorio de bordes rectos. Mi estómago era un revoltijo de gusanos viscosos.
Transparente como una aparición, ella deslizó su mano huesuda por la mesada y abrió el primer cajón. La mano entró y salió. Empuñaba un cuchillo que destelló en la penumbra. Me tapé la boca con las dos manos. Mi sangre se helaba. La silueta siniestra giró, cuchillo en mano, hacia la mesa. Con sus dedos esqueléticos de uñas curvas desenvolvió lentamente el paquete, levantó el cuchillo en dirección a la panera... y se puso a comer pan con manteca hasta las tres de la mañana.
—¡Así no hay hígado que aguante! —dijo mi mamá cuando le conté.
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