“CABEZA”
Volvíamos a Buenos Aires con el primer auto que se había comprado mi padre. Era un Fiat 1500 gris oscuro y era, como todos los que tendríamos, un auto práctico y discreto. Mi padre manejaba con una mano en el volante y con la otra repartía manotazos y cachetadas al asiento de atrás, donde mis dos hermanos y yo nos peleábamos para ver quién iba en el medio. Mi madre tenía los brazos cruzados y se mordía el labio. Podíamos verla por el espejo. En el baúl, en una caja de bananas Dole, adentro de una bolsa hundida entre papeles de diario y aserrín, estaba la cabeza del perro. Teníamos que llevarla al Instituto Pasteur. Hacíamos lo que nos habían dicho que teníamos que hacer.
Era una cabeza pesada. El capataz había traído la caja hasta el coche entre las manos, con los brazos colgando. Lo vimos venir desde los galpones, con esa lentitud que marca el tiempo cuando ya es demasiado tarde. Nos saludó levantando el mentón y después esperó a que mi padre guardara las valijas en el baúl. Entonces acomodó la caja de bananas Dole con la cabeza del perro adentro.
Bastaba con ver la mordedura en la pierna de mi hermano menor para darte una idea de la magnitud de la cabeza que llevábamos de viaje. Si hubiera sido la cabeza de un perro chico, igual hubiera sido todo un tema, pero era la cabeza de un perro grande. El perro grande había sido, además, el perro preferido de Gómez, el mensual más viejo y antiguo del campo. Se llamaba Cabeza. Había mordido a mi hermano menor y teníamos que asegurarnos de que no tuviera rabia.
Cabeza mordió a mi hermano menor y después se sentó y nos miró. Mi hermano menor gritó, miramos la herida, miramos el perro, miramos la herida y fuimos para la casa mientras armábamos, entre los tres, la versión que les daríamos a mis padres. La tierra del camino absorbía las gotas oscuras de sangre –los dientes de Cabeza habían atravesado el pantalón–. Antes de llegar, oímos un aullido. Mi hermano más grande dijo que seguramente le estaban pegando al perro. El capataz llegó a la casa un poco después y le dijo a mi padre que le había dicho a Gómez que tenía que matarlo, como castigo. Cabeza estaba muerto.
¿Cuál era el perro que parecía más un lobo que un perro? Cabeza. ¿Cuál era el mejor perro de Gómez? Cabeza. Tenía siempre la lengua afuera y cuando lo veías tirado en la puerta de Gómez era como si tuviera el corazón en la lengua. Después Cabeza se levantaba y parecía que con él se levantaba todo.
Gómez tenía más de veinte perros. Mi madre siempre decía que era un peligro. Mi padre agregaba que si todos tuviesen tantos perros como Gómez, el campo sería un desastre, y sacaba la cuenta –le encantaba–. El tema era una fija cuando nos quedábamos sin tema. Había que decirle que no podía tener tantos perros. Pero nadie quería ofender a Gómez porque era un buen hombre, no tenía familia y era –sobre todo– un hombre leal. Mi padre estaba seguro de que si no podía tener sus perros con él, Gómez iba a irse. Lo decía con una admiración resignada, casi en clave.
A los perros los trataban de usted. A veces se morían. A veces se perdían. A veces se los llevaba el celo. Un perro podía tener varios nombres, que era como no tener ninguno. A veces, en una misma tarde, le decían Mancha o Gancia a dos perros a la vez. Negro era un nombre muy frecuente. Había varios Mancha y un par de Lobos. Cabeza era el único perro que tenía un solo nombre. Nadie se lo confundía. Eso quería decir algo.
¿Lo habían matado? ¿Gómez había tenido que ir a matar a su propio perro? Mi padre entendió el mensaje y era un mensaje lógico para alguien como mi padre. Pero mi madre era especialista en enfermedades contagiosas y plagas. Le dijo a mi padre que ahora no podríamos asegurarnos de que el perro no tuviese rabia o alguna otra enfermedad. Llamaron a Buenos Aires, al doctor Pietro. Tardaron mucho en conseguir. Cuando dieron con Buenos Aires, se oía mal y mi madre tenía que gritar para que el doctor la oyera. De un lado, la voz de mi madre; del otro, la voz del doctor Pietro y en el medio el sonido de la distancia, la acústica débil, la interferencia.
Oímos lo que dijo el capataz y los tres vimos a la vez, cada uno por su cuenta, a Gómez que se alejaba, en nuestra imaginación, de espaldas, seguido por Cabeza, hacia el monte, con sus tristes intenciones. Mi hermano más grande dijo, al rato, que seguramente el perro no había sospechado nada y mi hermano menor y yo asentimos porque los tres habíamos pensado la muerte de Cabeza de la misma manera. El hombre. El monte. El perro. El sacrificio. A lo mejor el perro había sospechado pero la lealtad al amo que lo llamaba le había ganado al miedo.
Era el único perro que no teníamos que tocar. No lo toquen, nos decían. Hasta el mismo Gómez dijo una vez no lo toquen, cuando nos vio mirándolo, y fue la única vez que oímos hablar a Gómez. Y mi hermano menor lo tocó. Y al perro lo mataron. Y ahora íbamos en el auto, con la cabeza de Cabeza en el baúl, adentro de una caja de cartón. Teníamos que entregarla al Instituto Pasteur antes de que se pudriera.
El policía estaba parado en medio de la ruta. Hacían eso seguido. Sabías que ibas a encontrarte con alguno cada tantos kilómetros. Estábamos cerca de Daireaux. Nos dimos cuenta porque el olor del frigorífico ya contagiaba todo. Habíamos salido tan temprano que después de hacer más de cien kilómetros seguía siendo temprano. El policía hizo señas para que mi padre frenara al costado de la ruta. Mi madre se dio vuelta y nos retó aunque no estábamos haciendo nada.
El oficial era gordo y tenía la cara mojada. Pero no transpiraba solamente por el calor del verano. Transpiraba desde adentro. Ese hombre iba a explotar en cualquier momento. Tenía dedos gruesos y uñas en pico.
Cuando mi padre abrió el baúl vimos, por el vidrio, que el policía tocaba las valijas con su bastón, como si le diera asco meter la mano adentro de nuestro auto. Sin embargo, cuando hundió el bastón una, dos, tres veces en el mismo lugar parecía concentrado y para nada molesto. Era un buitre y había encontrado algo.
Mi padre tuvo que sacar la caja del baúl y la apoyó en el suelo. El policía le hizo señas para que se callara. Los policías nunca te dejaban hablar. Donde empezaba la policía se terminaban las explicaciones. Mi padre se agachó para abrir la caja. El policía dio un paso hacia atrás. Después gritó como en una clase de gimnasia.
Mi padre se levantó y se apoyó contra el auto, con las piernas abiertas. Le dijo a mi madre que no se preocupara. Entonces el policía lo agarró de la camisa, lo echó hacia atrás y lo tiró contra el vidrio. Vimos la cara de mi padre, que se aplastaba contra el vidrio y mi madre gritó. Aunque no estuviera prohibido llevar la cabeza de un perro en el baúl de un auto, el policía trataba a mi padre como si fuera un criminal. Mis dos hermanos y yo empezamos a saltar adentro del auto, a golpear el techo con los puños. El policía agarró a mi padre del brazo y se lo llevó a un costado. Mi hermano más grande bajó la ventanilla del auto y en el auto entró el olor de la mañana, de la cabeza, del frigorífico y de algo todavía más fuerte y concentrado, que a lo mejor era el olor de todo eso a la vez.
El doctor Prieto le había dicho a mi madre que como el perro estaba muerto y no podíamos llevarlo para que lo examinaran en el Pasteur, teníamos que llevar la cabeza. Mi padre le agradeció el gesto de lealtad al capataz y, sin hacer hincapié en el hecho de que había sido un error matar al animal, le dijo que tenían que cortarle la cabeza. El capataz asintió. Después fue a buscar a Gómez y le dijo que tenía que cortarle la cabeza a Cabeza, que había quedado tirado en el monte. A la mañana, antes de que saliera el sol, Gómez le había dado al capataz la caja de cartón con la cabeza adentro. Teníamos que llevarla lo antes posible. Podían analizarla y saber si el perro tenía rabia.
Mi padre entró al auto mientras nos chistaba. Tenía que hacer algo y no quería que lo interrumpieran. Estaba enojado. Abrió la guantera. Sacó la billetera. Se metió el fajo de billetes en el bolsillo y salió del auto. El policía se paró delante de él, y lo cubrió con su espalda azul y maciza mientras estiraba la mano. Así eran las cosas y pagabas. Después mi padre vino al auto, cerró el baúl, entró, se sentó y arrancó sin contestarle a mi madre, que quería volver para buscar la caja con la cabeza del perro.
–Hijo de puta –dijo mi padre con la cara colorada, con los ojos clavados en el espejo retrovisor. Apretaba el volante con tanta fuerza que los dedos se le habían puesto blancos.
¿Y la cabeza? Preguntaron mis hermanos. ¿Se había podrido y por eso la había dejado tirada en el pasto? ¿Tenía gusanos, tenía los ojos abiertos, tenía espuma en la boca y sangre seca en el cuello? ¿Se veían las venas y los restos de carne en una cabeza recién cortada? Mi padre nos dijo que la cabeza que estaba en la caja de bananas Dole no era la cabeza de Cabeza. Era la cabeza de otro perro de Gómez. Cabeza debía estar corriendo por algún lado.
“Seguro que se fue”, dijo mi padre, con una admiración resignada, casi en clave. Se refería a Gómez, por supuesto.
Volvíamos a Buenos Aires en el primer auto que tuvimos. El sol ya había salido. Pasamos los carteles que decían Daireaux. Seguimos viaje.
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