EL QUÍA
El quía era un tipo común. Petizo y chueco, sesentón, con caripela amarronada de tano del sur coronada con pelo crespo, canoso y abundante. Los que llamaban la atención eran sus ojos negros, que junaban con desconfianza y con bronca. Una bronca que lo envolvía. Una bronca que despuntaba en sus entrañas, que se podía tocar, se podía oler y subía hasta reventar en su mirada.
El quía tenía una historia común. En el ´94 lo cazó la pálida, cuando a la Empresa donde laburaba la compraron los brazucas. Lo rajaron y se quedó de araca, con una merda de indemnización. El boga todavía seguía el pleito para cobrársela. Ahora le faltaban algo menos de cinco años para el jubileo, y paraba la olla con changas o de busca en los trenes.
-No cargués, que estoy en la vía – contestaba el quía cuando lo querían gastar.
El boga le batió que en aquel año yeta, el ’94, “Sandy Jors”[i] había hecho votar una ley que habilitaba al Gobierno para rapiñar los morlacos que le habían sableado en cada quincena para que “cada trabajador argentino reciba un retiro digno en su vejez”, como había dicho El General.
Entre chamuyo y chamuyo, el tordo le garabateó unas instrucciones y la dirección, para hacer el trámite de la “jubilación anticipada”, como dijo que se llamaba y de la cual, le aclaró, por sesenta meses algo le iban a descontar. El quía lo puso adentro de la carpeta, que sobaqueó al tomársela. ¡Sesenta meses cobrando chauchas! Como frutilla de la torta escuchó, desde la escalera, cuando el boga le gritó que le diera las gracias al Barba si le liquidaban algo más que la mínima.
– ¡Si me la hubiera juntado yo en efete! ¡Leyes de mierda!, todo por ser derecho. En este país, hasta hoy, se labura en grone, y la joda sigue igual. Aquel exMinistro garca se las piró del país, bien forrado. Ya lo dijo allá por el ´30 Discépolin, cuando yo ni siquiera había nacido, ”Todo sé igual, nada es mejor…”.
La reunión en el bufete lo había dejado hecho pelota. Siguió carburando que, con aquella ley, la guita que se había hecho humo era un toco. Ciento ciuncuenta lucas era el número que cantaba la carpeta en la que había encanutado toda su historia de laburante. Treinta y pico de años, ¡carajo!, y el Turco junto con el turro pelado ese se habían pasado todo por el upite. Se acordó cuando en la tele lo vió al dolape lagrimeándole a una veterana que le tiraba la manga para los Pami Boys. Pero ”la papa” se la morfó, y nunca le pudo rascar un mango.
– Cach’en dié!, me garcaron. Mejor me largo a chorear.
Esa cantilena le martillaba la sabiola, y sentía al bobo que se le quería pìantar del pecho. Lo decidió. Desde lo del tordo se tomó el subte y fue hasta Constitución a ver a un gomía que era de la pesada de Villa Diamante. Lo encontró y le mangueó un fierro a cambio de una gruesa de alfajores Jorgito, los que él vendía como busca. El punto agarró viaje, e hicieron el cambiazo en el biorsi de la Estación al otro día muy temprano. El flaco le advirtió.
– Ojo al piojo, que ir de caño no es joda – y le regaló un cargador lleno. – De buena onda, por cábula – le batió. En el bondi, yendo a hacer el trámite que le había indicado el boga, acarició el bufoso guardado en el bolsillo de la parka.
-‘Tamadre, ¿parka? Si uso campera…¿¡Parca!?
Se le apareció la huesuda al toque. Creyó que se estaba pirando. La vio patente y sintió como lo chapaba de la mano y lo arrastraba hacia ella, abrazándolo con fuerza, hasta que lo rozó la tela de la mortaja negra. Se le vino la noche.
El colectivo frenó de golpe. Se le cayó la carpeta, pero se despabiló y la cazó al vuelo. Se bajó justo frente a la puerta del edificio. Era grande y de bronce y le pareció la cueva misma de Alí Baba y, brillando adentro, las ciento cincuenta lucas. Tenía la boca seca. Entró y sacó número. Junó el numerador electrónico y relojeó su papelito. Faltaban tres, y le tocaba a él.
Ahí nomás dio la vuelta y rumbeó para la salida. Mientras se iba, cazó la carpeta con las dos manos y la hizo bolsa. Tiró los papeles en el canasto, y con el pelpa de las instrucciones que le había dado el tordo hizo una pelotita arrojándola al piso, adonde no llegó porque la pateó al voleo.
– Anticipada, las pelotas. Esta jubileta roñosa me va a hacer crepar en cuotas. Si la Parca se me aparece cuando estoy de caño, que venga de una.
El quía estaba contento. Ya no junaba con bronca, ni el bobo le golpeaba el pecho.
Saliò a la avenida y caminó oliendo a la primavera. Iba silbando bajito.
[i] ”Sandy Hors”: Del inglés “Sunday Horse”: Domingo Cavallo