Creada en la Ciudad de General Alvear, Provincia de Mendoza, en el año 1935.

sábado, 30 de abril de 2016

LECTURA SUGERIDA LXXVII



Juanamanuela, mucha mujer” de Martha Mercader

Colección “El Espejo”

Sudamericana. Buenos Aires, 1980

RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN (Buenos Aires, 1905-1974)


MOTIVO PARA UNA CAJITA DE MÚSICA
 
En otoño, las calles,
en el barrio, se tiñen
de una especial atmósfera, de silencio con alas.
Casi con el aroma de un estío
apenas olvidado.
Son calles como sueños
pero despiertas, lúcidas.
 
Soñar es estar vivo.
 
Siempre amaré estas calles, con su color de pueblo,
cuna de la esperanza, camino del recuerdo.
Sus tendidos crepúsculos y sus mañanas altas
me dieron el fervor. Yo les devuelvo sueños.
 
El poema es un sueño.
 
En otoño, las calles…
En otoño, las calles
melancólicas sueñan
que viven porque saben
que saben porque sueñan.



viernes, 29 de abril de 2016

ABELARDO CASTILLO (Buenos Aires, 1935)


EL MARICA
 
Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame. Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañanahasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas. –Te lastimaste por mí, Abelardo. Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas. –Soltame –dije. A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es. Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo. Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste: –Sabés, te admiro. No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era. –Es un marica. –Déjense de macanas. Qué va a ser marica. –Por algo lo cuidás tanto… Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta -uno también elige-, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo. –César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas. –¿Con los muchachos?… –Sí. Qué tiene. –Y bueno, vamos. Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles. –Abelardo, vos lo sabías. –Callate y entrá. –¡Lo sabías! –Entrá, te digo. 2 El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra. El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego. –Debe estar sucia. Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose. Nos guiñó un ojo. –Pasa vos, Cacho. –No, yo no. Yo, después. Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía. Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas. –¿Dónde está César? No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán -un ademán que pudo ser idéntico al del negro- se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho. –Vos también te asustaste, pibe. Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas. –Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue. –Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá. Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas. –Lo sabías. –Volvé. –No puedo, Abelardo, te juro que no puedo. –Volvé, ¡animal! –Por Dios que no puedo. –Volvé o te llevo a patadas en el culo. La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando. –Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros. Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste. Cuando te ibas, todavía alcancé a decir: –Maricón. Maricón de mierda. Y después lo grité. Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame. Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.


 

LECTURA SUGERIDA LXXVI


 

“Las panteras y el templo” de Abelardo Castillo

Colección “Biblioteca Breve”

Seix Barral. Buenos Aires, 2012

 

 

 

jueves, 28 de abril de 2016

HEINRICH BÖLL (Alemania, 1917-1985)

 
AQUELLOS DÍAS EN ODESSA
 
Hacía mucho frío en Odessa aquellos días. Cada mañana íbamos al aeropuerto en grandes y ruidosos camiones, por la carretera mal adoquinada. Allí esperábamos, muertos de frío, a los grandes pájaros grises que rodaban por el campo de aterrizaje. Pero los dos primeros días, cuando estábamos a punto de subir a bordo, llegó una orden en sentido contrario, porque sobre el mar Negro había una niebla muy densa, o bien demasiadas nubes, y volvimos a subir a los grandes y ruidosos camiones y regresamos al cuartel por la carretera empedrada. El cuartel era muy grande. Estaba sucio y lleno de piojos. Pasábamos el rato sentados en el suelo o bien nos acordábamos en las mugrientas mesas y jugábamos a las cartas, o cantábamos. Siempre esperábamos una ocasión para saltar el muro y hacer una escapada. En el cuartel había muchos soldados que esperaban para entrar en combate, y no se nos permitía ir a la ciudad. Los dos primeros días habíamos intentado escabullirnos, pero nos atraparon, y como castigo nos hicieron transportar las grandes cafeteras llenas de café hirviente y descargar panes. Mientras descargábamos los panes nos vigilaba el contador, que llevaba un magnífico abrigo de pieles, el cual, sin duda, estaba destinado al frente. El contador contaba los panes para que no desapareciese ninguno. El cielo de Odessa estaba siempre nublado y oscuro, y los centinelas paseaban arriba y abajo, a lo largo de los negros y sucios muros del cuartel.
El tercer día esperamos a que hubiera oscurecido del todo y nos dirigimos simplemente a la entrada principal. Cuando el centinela nos dio el alto, gritamos "comando Seltscbáni", y nos dejó pasar. Éramos tres, Kurt, Erich y yo. Caminábamos muy despacio. Sólo eran las cuatro y ya estaba oscuro. Lo único que habíamos ansiado era salir de aquellos altos, negros y sucios muros, y ahora que estábamos fuera casi habríamos preferido estar dentro otra vez. Sólo hacía ocho semanas que nos habían movilizado y teníamos mucho miedo. Pero nos dábamos cuenta de que, si hubiéramos estado otra vez en el cuartel, habríamos querido salir a toda costa, y entonces habría sido imposible. Eran sólo las cuatro, y no podríamos dormir a causa de los piojos y de las canciones, y también porque temíamos y al mismo tiempo esperábamos que a la mañana siguiente haría buen tiempo para volar y nos llevarían en los aviones a Crimea, donde seguramente moriríamos.
No queríamos morir, no queríamos ir a Crimea, pero tampoco nos gustaba pasarnos todo el santo día tirados en aquel cuartel sucio y negro que olía a café de malta, donde siempre descargaban panes destinados al frente y donde siempre había un contador con abrigo de pieles, abrigo sin duda destinado al frente, que vigilaba y contaba los panes para que no desapareciese ninguno. En realidad, no sé lo que queríamos. Avanzábamos lentamente por aquella callejuela del suburbio, oscura y llena de hoyos. Entre las casitas, donde no se veía una sola luz, la noche estaba cercada por unas cuantas estacas de madera podrida, y más allá, en algún lugar, debía de haber páramos, tierras baldías, como en nuestro país, donde siempre dicen que se va a construir una carretera y abren zanjas y van de aquí para allá con varas de medir, y después no se habla más de la carretera y echan en las zanjas escombros, cenizas y basura, y vuelve a crecer la hierba, mala hierba áspera, indómita y exuberante, hasta que el letrero «Prohibido tirar escombros» queda cubierto por los escombros...
Caminábamos muy despacio porque aún era muy pronto. En la oscuridad nos cruzamos con otros soldados que iban al cuartel, y otros que venían del cuartel nos adelantaban. Teníamos miedo de las patrullas y habríamos preferido volver, pero sabíamos también que si nos hallásemos otra vez en el cuartel estaríamos desesperados, y era mejor tener miedo que sentir sólo desesperación entre los negros y sucios muros del cuartel, donde siempre había que llevar café de aquí para allá y descargar panes para el frente, siempre panes para el frente, y donde vigilaban los contadores con sus magníficos abrigos, mientras nosotros nos moríamos de frío.
De vez en cuando, a uno y otro lado de la callejuela, veíamos una casa en cuyas ventanas brillaba una mortecina luz amarilla, y oíamos el murmullo de unas voces claras, extranjeras e inquietantes. Y después encontramos, en medio de la oscuridad, una ventana muy iluminada de la que salía mucho ruido, y oímos voces de soldados que cantaban «El sol de México».
Abrimos la puerta y entramos. La estancia estaba caliente y llena de humo. Había en ella un grupo de soldados, ocho o diez, algunos de los cuales tenían mujeres con ellos. Bebían y cantaban, y uno de ellos se rió muy fuerte cuando entramos nosotros. Éramos muy jóvenes, los más jóvenes de toda la compañía. Nuestros uniformes eran completamente nuevos, y la fibra de madera nos pinchaba los brazos y las piernas; las camisetas y calzoncillos nos producían un terrible picor. También los jerseys eran nuevos y ásperos.
Kurt, el más joven, pasó delante y eligió una mesa. Kurt era aprendiz en una fábrica de cuero, y nos había contado de dónde procedían las pieles, aunque la cosa se consideraba secreto industrial. Nos había explicado incluso los beneficios que se obtenían con ello, aunque eso era también un secreto industrial muy celosamente guardado. Nos sentamos los tres.
De detrás del mostrador vino hacia nosotros una mujer gorda, de cabello oscuro y cara bondadosa, y nos preguntó qué queríamos beber. Preguntamos primero cuánto costaba el vino, pues habíamos oído decir que en Odessa todo era muy caro. Nos dijo que eran cinco marcos la botella, y pedimos tres botellas. Habíamos perdido mucho dinero jugando a las cartas y nos habíamos repartido el resto: teníamos diez marcos cada uno. Algunos de los soldados comían carne asada, que humeaba aún, con rebanadas de pan blanco, y unas salchichas que olían a ajo, y entonces nos dimos cuenta por primera vez de que teníamos hambre. Cuando la mujer trajo el vino le preguntamos cuánto costaba la comida. Nos dijo que las salchichas costaban cinco marcos y la carne con pan, ocho. Dijo que la carne era de cerdo y fresca, pero nosotros le pedimos salchichas. Los soldados besaban a las mujeres y las abrazaban sin disimulo, y nosotros no sabíamos a dónde mirar. Las salchichas eran grasas y calientes, y el vino era muy seco. Cuando nos hubimos comido las salchichas, no supimos qué hacer. No teníamos ya nada que decirnos, pues nos habíamos pasado dos semanas echados en el mismo vagón del tren y nos lo habíamos contado todo. Kurt había trabajado en una fábrica de cuero, Erich en una granja y yo estaba en la escuela. Todavía teníamos miedo, pero se nos había quitado el frío.
Los soldados que habían estado besando a las mujeres se pusieron ahora los cinturones y salieron con ellas afuera. Eran tres chicas; sus caras eran redondas y bonitas; reían y bromeaban, pero se iban con seis soldados, creo que eran seis, o, por lo menos, cinco. Quedaron en la sala sólo los borrachos, los que antes cantaban «El sol de México». Uno que estaba junto al mostrador, cabo primero, alto y rubio, se volvió hacia nosotros y se echó a reír otra vez; creo que nuestro aspecto hacía pensar que estábamos en alguna clase del cuartel, allí sentados a la mesa muy silenciosos y correctos, con las manos en las rodillas. El cabo le dijo algo a la mujer y ésta nos trajo tres vasos bastante grandes de aguardiente blanco.
-Hemos de brindar a su salud -dijo Erich, golpeándonos con la rodilla. Yo llamé varias veces al cabo hasta que él se fijó en mí; Erich nos hizo otra vez una señal con las rodillas, y nos pusimos en pie diciendo al unísono: -A su salud, cabo...
Los otros soldados se echaron a reír a carcajadas, pero el cabo levantó su vaso y nos respondió:
-A su salud, soldados...
El aguardiente era fuerte y amargo, pero nos calentó, y nos habríamos tomado otro vaso.
El cabo le hizo una seña a Kurt para que se acercase. Kurt lo hizo, habló unas palabras con él y nos hizo una seña a nosotros. El hombre nos dijo que estábamos locos, que no teníamos dinero y que teníamos que vendernos algo. Nos preguntó de dónde veníamos y a dónde estábamos destinados. Le dijimos que estábamos en el cuartel esperando que nos llevasen a Crimea. Se puso muy serio y no dijo nada. Yo le pregunté qué podíamos vender, y él me respondió que cualquier cosa: abrigos, gorras, ropa interior, relojes, plumas estilográficas... Ninguno de nosotros quería venderse el abrigo. Estaba prohibido y teníamos miedo, y además en Odessa hacía mucho frío. Nos vaciamos los bolsillos: Kurt tenía una pluma estilográfica, yo un reloj y Erich un portamonedas nuevo, de cuero, que había ganado en una rifa del cuartel. El cabo tomó los tres objetos y le pregunté a la mujer cuánto daba por ellos. Ella los examinó detenidamente, dijo que eran cosas malas y nos ofreció doscientos cincuenta marcos, ciento ochenta sólo por el reloj.
El cabo nos dijo que doscientos cincuenta era poco, pero que estaba seguro de que no nos daría más y que aceptásemos, porque quizás a la mañana siguiente nos llevarían a Crimea y entonces todo daría igual.
Dos de los soldados que cantaban antes «El sol de México» se levantaron de sus mesas y le dieron al cabo unas palmadas en el hombro; el cabo nos saludó y salió con ellos.
La mujer me había dado a mi todo el dinero, y yo le pedí dos trozos de carne con pan para cada uno y un vaso grande de aguardiente. Después nos comimos aún cada uno un trozo más de carne y nos bebimos otro vaso de aguardiente. La carne estaba muy caliente, era fresca, grasa y casi dulce, y el pan estaba todo empapado de grasa. Después nos tomamos otro aguardiente. Entonces nos dijo la mujer que ya no le quedaba carne, sólo salchichas, y comimos salchichas acompañadas de cerveza, una cerveza oscura y espesa. Después nos tomamos cada uno otro vaso de aguardiente y nos hicimos traer pasteles, unos pasteles planos y secos de nuez molida. Después bebimos aún más aguardiente, pero no estábamos borrachos en absoluto; teníamos calor y nos sentíamos bien, y no pensábamos en el picor de las fibras de madera de nuestra ropa. Llegaron otros soldados y cantamos todos juntos «El sol de México»...
A las seis, nos habíamos gastado todo el dinero y seguíamos sin estar borrachos. Como no teníamos nada más que vender, regresamos al cuartel. En la oscura calle llena de hoyos no se veía ya ninguna luz y, cuando llegamos, el centinela nos dijo que nos presentásemos en el puesto de guardia. Allí se estaba caliente y no había humedad, estaba sucio y olía a tabaco. El sargento nos echó una bronca y nos dijo que habríamos de atenernos a las consecuencias. Pero aquella noche dormimos muy bien. A la mañana suguiente fuimos al aeropuerto en los ruidosos camiones por la carretera empedrada. Hacia frío en Odessa. El tiempo era magnífico; el cielo estaba despejado. Subimos por fin a los aviones, y, cuando despegábamos, nos dimos cuenta de pronto de que no volveríamos nunca, nunca...
 

miércoles, 27 de abril de 2016

JORGE LUIS BORGES (1899-1986)



EL EVANGELIO SEGÚN MARCOS
 
El hecho sucedió en la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en Los Álamos, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.
El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.
Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.
A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.
Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas. Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.
En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.
Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien dónde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado —la palabra, etimológicamente, era justa— por la creciente.
Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie —tal era su nombre genuino— habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.
Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.
Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.
Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños, a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre una tacita para él, que colmaban de azúcar.
El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.
El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:
—Sí. Para salvar a todos del infierno.
Gutre le dijo entonces:
—¿Qué es el infierno?
—Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.
—¿Y también se salvaron los que le clavaron los clavos?
—Sí —replicó Espinosa, cuya teología era incierta.
Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos. Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:
—Las aguas están bajas. Ya falta poco.
—Ya falta poco —repitió Gutrel, como un eco.
Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta. Cuando la abrieron, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz. 


 

LECTURA SUGERIDA LXXV

 

“Las burbujas” de Claire Castillon

Título original: “Les bulles”

Traducción de Ariel Shalom

Colección “Biblioteca Contemporánea-Narrativa”

Dedalus Ediciones. Buenos Aires. 2014

 

 

 

 

martes, 26 de abril de 2016

ABELARDO CASTILLO (Buenos Aires, 1935)



HISTORIA PARA UN TAL GAIDO
 
Su historia es así: para él, para Martin Gaido, todo comienza una noche de los carnavales de 1940, en lo peor de Parque Patricios, frente al basural. La misma noche que Juan —su hermano— entró como borracho a la pieza, apretándose el estómago con los dos brazos y, antes de caer hecho un ovillo sobre el piso, alcanzó a decir “me la dieron, Martín”, y fue lo último que dijo. Esa noche, Martín supo que tenía que arrodillarse junto a su hermano y preguntar. Aquella pregunta fue la primera de una serie de preguntas, precisa, irrevocable, estirada a lo largo de veinte años, que debía terminar esta noche en un boliche de la costa de San Pedro. Como esa vez Gaido no podía adivinar tanto, simplemente se arrodilló junto a un muerto y preguntó. Sólo se oyó el silencio, o tal vez el sonido lejano de unos pitos de murga, de unas matracas, y se oyó un juramento de Martín, una promesa convencional y terrible.
Más tarde se enteró de la pelea. Esto también había sido convencional (todo, supo luego, sería convencional en su historia). Había, por supuesto, un baile, y había una mujer disfrazada de Colombina a la que se disputaban dos hombres. Uno de los hombres era Juan; el otro, a juzgar por lo poco que sabían de él, no era nadie. Le contaron que esa noche su hermano atropelló a lo loco y un resbalón fortuito mezcló las muertes; después del resbalón, una mascarita vio a Juan levantarse del suelo con los ojos lleno de espanto, queriendo sacarse su propio cuchillo del cuerpo, y al otro que, sin pestañear, lo clava suciamente, dos veces más todavía.
Como digo, para él, para Martín Gaido, su vida empieza esa noche. A partir de esos carnavales vivirá persiguiendo a un hombre, una especie de sombra escurridiza, ese nadie que parte de los lugares a donde él llega sin dejar más rastros que la memoria gangosa de algún borracho acerca de un modo de mirar, el color de un traje o la manera de echarse el sombrero gris sobre los ojos. La mujer no tenía mucha importancia en su historia y no apareció nunca, como si hubiera estado en ese baile sólo unos minutos, para justificar con su disfraz de Colombina la irrealidad del carnaval. La busca del hombre, en cambio, fue un ajedrez lento, inexorable y exacto. Hubo pueblos perdidos, almacenes de llanura, cantineros con sueño a cuyo oído, en voz baja, Martín formuló preguntas, cantineros que sólo conocían una parte del secreto pero lo condujeron sin remedio a lugares donde el rastro se volvía cada vez más preciso. Hubo estaciones de ferrocarril y largas esperas debajo de largos puentes. Hubo camas, mujeres de grandes ojos pintados y caras de tiza, quienes, al enterarse de que Martín sólo había venido para llevarse un nombre, lo miraban con decepción, con estupor o con miedo.
Después pasará mucho tiempo y Gaido, por fin, apoyado en el mostrador de un boliche de la costa, estará aguardando pacientemente que se descorra una cortina de flores desleídas; detrás de la cortina está la puerta por la que ha de aparecer un hombre.
—Ginebra —ha dicho Martín.
En cualquier rincón hay un viejo. Tiene una botella entre las piernas y lo mira con ojos blancos. Afuera, la noche es un largo y distante eco de perros. Lejos, seguramente pasa un tren.
Entonces sucedió.
Sí, fue en ese momento, al levantar Martín el vaso de ginebra y llevárselo a los labios. No puedo asegurar, es cierto, que desde mucho tiempo atrás Gaido no comprendiera, de algún modo, la verdad. El porqué de que él hubiese nacido en lo peor de Parque Patricios, frente al basural, que a su hermano lo mataran como no se olvida y que gente con aspecto de muñecos contestara todas sus preguntas. En algún lugar del juego Martín debió sospechar que su promesa —buscar, dar con un hombre, matarlo y vengar a otro hombre muerto— podía ser mucho más, o mucho menos, que una promesa. Alguna vez, incluso, sintió vértigo y pensó echarse atrás; pero yo no lo dejé tener miedo. Yo le inventé el coraje. Y ahora cada palabra dicha, cada aparente postergación conducían inevitablemente hasta ese boliche de la costa donde Gaido esperaba a un hombre. Las leyes secretas de su historia quieren que otra vez sea carnaval para que Martín haya visto algunas máscaras en el pueblo y haya pensado que ya no van quedando Colombinas.
Martín alzó el vaso de ginebra, se lo llevó a los labios y, en ese preciso momento lo supo. Lo supo antes de que el otro abriera la puerta. Cuando se abrió la puerta, ya había comprendido toda la verdad.
Por reflejo, introdujo la mano en el bolsillo. Ese gesto y los demás gestos que seguirían estaban previstos. Gaido tenía que sacar un puño al que le había crecido repentinamente un revolver; tenía que nombrar al otro, pronunciar un nombre de fácil sonoridad a compadraje y cuchillo, y cuando el otro lo mirase sorprendido (sorprendido al principio, pero luego no; luego con resignación, comprendiendo), debía insultarlo en voz baja con un insulto brutal, rencoroso, pacientemente elaborado durante veinte años.
Gaido, sin embargo, no sacó la mano del bolsillo. No hubo palabras de odio. Todo, el almacén, la cortina de flores desleídas, el carnaval de pueblo, se desarticuló de pronto, como un espejo roto o un sueño. Y Martín, ya antes de ver al hombre, antes de ver su rostro canallesco —convencional, envejecido y canallesco— supo que ese pobre infeliz tampoco tenía la culpa de nada.
El final de la historia no es fácil de contar.
Es probable que ahora mismo Martín ya esté bajando por la calle Tarija, en Buenos Aires (lo imagino caminando un poco echado hacia atrás, a causa del declive del empedrado), en el barrio de Boedo. Dentro de un instante doblará por Maza. La cuadra es arbolada y propicia. Los carnavales del sesenta también. El pañuelo blanco en el cuello de Martín, sus ajustados pantalones de anchas rayas grises y negras, sus botines puntiagudos de compadre, su sombrero anacrónico, no podían pasar más inadvertidos en una noche como ésta. Lleva la mano en el bolsillo del saco y muerde todavía un insulto que no dijo. Cuando Gaido doble la esquina, verá, inequívoca, una ventana con luz: eso significa que el otro está ahí, dentro de la casa, esperando oír el ruido de la cancel —un rechinar apenas perceptible—, esperando oír luego los pasos de Gaido por el corredor, mientras él escribe un cuento de espaldas a la puerta y cree escuchar ya (escucha ya) un sordo taconeo que da vuelta la esquina, mientras yo acabo la historia de Martín Gaido, oigo el rechinar apenas perceptible de la cancel, sus pasos por el corredor, las últimas matracas desganadas y los pitos lejanos del corso de Boedo y siento una ráfaga de aire en la nuca porque alguien está abriendo la puerta a mi espalda, alguien que me nombra, que ya pronuncia mi nombre aborrecido y, con rencorosa lentitud, saca la mano del bolsillo y me insulta en voz muy baja.


lunes, 25 de abril de 2016

ERNESTO ORTEGA (España, Calahorra, 1971)


BLANCO Y NEGRO
 
El día que repusieron “Casablanca” en el cine de verano hacía tanto viento que a Humphrey Bogart se le voló el sombrero y fue a parar a la fila siete, justo en mis rodillas. No pude evitar ponérmelo. Cuando terminó la película el cielo se había vuelto gris. Un hombre que se ocultaba entre las sombras me sonrió. Llovía y por alguna ventana se escapaban las notas de un piano. Una chica me pidió fuego. Yo no fumaba, pero me entraron unas ganas irresistibles de encenderme un pitillo y llamarla muñeca. Desapareció en un Austin blanco. Paré un taxi y dije: “Rápido. ¡Siga a ese coche!”, pero la perdí. Al llegar a casa una mujer me esperaba sentada en el sofá con un vestido negro. Me quité el sombrero y lo dejé sobre la mesa. Cuando iba a besarla, me dijo: “Venga, cámbiate, que llegamos tarde a la cena”, y todo recuperó su aburrido color original.

LECTURA SUGERIDA LXXIV


 

Los cuentos verdes de Anastasio Batracio” de Fabián Sevilla

Colección “Mascaritas”

Colihue. Buenos Aires. 2012

 

 

 

domingo, 24 de abril de 2016

HOMERO CARVALHO OLIVA (Bolivia, Santa Cruz de la Sierra, 1957)


CUENTO BÍBLICO
 
Mientras Adán dormía, plácidamente, soñando, como el hombre inocente que era, alguien se acercó, sigilosamente,  y le arrebató una costilla.
 
De “La última cena y otros cuentos”



LECTURA SUGERIDA LXXIII


 

“La invención de Morel” de Adolfo Bioy Casares

Emecé. Buenos Aires. 2005

 

sábado, 23 de abril de 2016

Día mundial del libro


VAMOS A COMPARTIR UN DÍA MUY ESPECIAL CON NUESTROS LECTORES:
 23 de Abril: DÍA MUNDIAL DEL LIBRO

VINICIUS DE MORAES (Brasil, Río de Janeiro, 1913-1980)

 
EL PATO
 
Ahí viene el Pato
Pata aquí, pata allá
Ahí viene el Pato
Viene a ver quién está.
 
El Pato patoso
Haciendo diabluras
Corrió a la gallina
Pateó la basura
Saltó del corral
Tiró una maceta
Al gallo Pascual
Lo picó en la jeta
Siguiendo a la gansa
Mordió una plantita
Le duele la panza
La planta le pica
Se cayó en el pozo
Se abrió la rodilla
Tanto hacerse el mozo
Terminó a la parrilla…